Día 102

Kristiansand - Spangereid

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Spangereid 🇳🇴 Noruega
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Ayer fue uno de esos días que te dejan las patas como flanes y el hocico lleno de polvo, así que esta mañana he tardado más de lo normal en ponerme en modo aventura. Papi también iba a velocidad caracol y no fue hasta las 12:30 cuando por fin arrancamos el coche. Nuestro sitio de pernocta no estaba mal si uno aprende a ignorar los contenedores de basura que parecían un ejército apestoso haciendo guardia. Yo los ignoré como ignoro la palabra “bañarse”: con desprecio educado.

Salimos rumbo a Kristiansand, y no sé si fue la resaca de cansancio o el hambre de paisajes nuevos, pero los kilómetros hasta allí se me hicieron cortos. Bueno… salvo por los peajes en mitad de la ciudad. No os voy a mentir, eso de pagar por circular entre farolas y pasos de cebra me parece un timo con semáforos. Media hora después, aparcamos en el Gimle Gård, un lugar que suena a apellido de vikingo estirado pero que es un museo de la naturaleza y un jardín botánico. Prometía, pero no entramos.

El aparcamiento era de pago, pero no os preocupéis, nadie pagó. No por falta de ganas, sino porque la máquina no funcionaba y la aplicación online tenía más pasos que una coreografía de TikTok. Allí estábamos, nosotros y un puñado de autocaravanistas extranjeros, todos con cara de “pues nada, lo hemos intentado” y los móviles en alto buscando señal como si fueran varitas mágicas.

Desde allí caminamos al centro de Kristiansand. ¡Qué ciudad más apañada! Tiene mar, tiene parques, tiene casas blancas alineadas como si jugasen al dominó, y sobre todo tiene calma. Nada de ruidos, nada de prisas. Calles limpias, edificios de madera y ese ambientillo de “no pasa nada si llegas tarde, aquí todos vivimos con calma”. Visitamos el centro histórico, Posebyen, con sus casitas bajas y blancas, muy monas, y nos dejamos caer por el puerto, donde yo estuve a punto de subirme a una lancha. Pero no me dejaron. La vida perruna tiene sus límites.

También vimos la Katedralen (la catedral de Kristiansand, con su torre verde apuntando al cielo como si quisiera saludar a los pájaros), y un parque con esculturas raras. Una parecía un pez enfadado. Papi decía que era arte. Yo creo que el escultor se le cayó el bocadillo sobre la arcilla y dijo “pues así se queda”. Estuvimos casi cinco horas paseando, oliendo todo, descansando en bancos soleados y disfrutando de un día sin sobresaltos. Me cayó incluso un trozo de galleta. Día redondo.

Pero claro, la calma tiene un final, y el mío llegó cuando papi dijo esas dos palabras que cambian todo: “¡A dormir!”. Bueno, a buscar sitio para dormir, que eso en Noruega es a veces más complicado que encontrar un palo sin dueño en el bosque.

Nos lanzamos por carreteras llenas de curvas (la típica montaña rusa sin parque de atracciones), cruzando paisajes que parecían sacados de un sueño con fiordos, agua brillante y árboles que bailaban al viento. Vimos un sitio que tenía muy buena pinta, pero estaba demasiado cerca de unas casas. Y claro, en Noruega se puede pernoctar libremente gracias al allemannsretten (el derecho de acceso libre), pero eso viene con condiciones: hay que estar al menos a 150 metros de cualquier vivienda y no molestar. Y lo de “no molestar” incluye no ladrar a cada sombra ni dejar tu coche en mitad de una entrada privada. Así que tocó dar la vuelta. Veinte kilómetros. Otra vez las curvas. Otra vez yo rodando de un lado a otro como albóndiga en sartén. Pero el esfuerzo valió la pena. Cerca de Spangereid encontramos un camino estrecho, de esos que miras y piensas “solo un loco o un 4x4 pasaría por ahí”. Y como nosotros somos las dos cosas, para allá fuimos. Subimos una colina con vistas de infarto (de los buenos) y encontramos el lugar perfecto: sin casas, sin ruidos, sin humanos dando paseos nocturnos. Solo cielo, viento y un par de pájaros cotillas.

Al cabo de un rato apareció una pareja en un coche que parecía rescatado del fondo del fiordo. Sin 4x4, ellos también se aventuraron por el camino y acabaron aparcados un poco más abajo, en la siguiente curva. Papi habló un rato con ellos —yo aproveché para oler sus ruedas, por si traían algo interesante— hasta que el frío empezó a morder las orejas. Entonces nos retiramos a nuestra cámper, encendimos la calefacción y nos preparamos la cena.

Bueno, papi Edu se preparó su cena. Yo solo esperé a que sonara mi pato de goma, como manda la tradición, y devoré mi cuenco en menos de lo que se tarda en decir “Kristiansand”.

Ahora me voy a dormir, que mañana seguro que hay más aventuras. O más curvas. O las dos.

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