Salimos de nuestra isla en Ríga rumbo al sur, con muchas ganas de seguir explorando. La carretera era buena, así que pude dormitar en mi colchón sin que ningún bache traicionero me despertara de golpe.
Nuestra primera parada del día fue el Palacio de Rundāle, que según Papi Edu y mi tío Javi es el Versalles de Letonia. Se construyó en el siglo XVIII como residencia de verano para los duques de Curlandia y está lleno de lujos: techos con frescos, lámparas de cristal, muebles que seguro no dejan morder y salones con tanto oro que podrían brillar hasta de noche. Y los jardines… ¡uff! Todo perfectamente recortado, con fuentes y laberintos de setos que habrían sido el escondite perfecto para un perro explorador como yo.
Pero en lugar de dejarme inspeccionar el lugar como un auténtico noble de cuatro patas, me dejaron en la camper. Muy mal. Mientras yo esperaba pacientemente, ellos se paseaban entre salones reales y después se dieron un banquete en el restaurante del palacio. Cuando por fin volvieron (¡después de una eternidad!), venían hablando de lo bonito que era todo y de lo rico que estaba lo que habían comido. ¿Y yo? ¡Aquí, oliendo a turismo y traición!
Después de su visita (y de su festín sin invitado perruno), seguimos en coche hasta la frontera. Unos kilómetros más y… ¡tachán! Llegamos a Lituania, el país número 14 de este año. Pero el día no terminaba ahí. Todavía nos quedaba un buen rato en coche hasta encontrar un sitio para dormir. Y como manda la tradición, lo encontramos junto a un lago. Papi Edu, que siempre anda soñando con chapuzones, se llevó un chasco al ver que no era apto para nadar. Yo, en cambio, respiré aliviado. ¡Por fin un lago donde no tendré que fingir que me gusta el agua!
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