Día 1

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Aquí vamos a dormir 🏰 Fort Bellegarde 🇫🇷 Francia
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¡Que suenen los tambores! ¡Que aúllen los lobos! ¡Que se preparen los mapas y las pelotas! Hoy empieza otro gran viaje. Sí, sí, después de más de cuatro meses con mi tito Joan, la yaya y el sofá mullidito de Berga… ¡volvemos a las andadas!

Y no lo niego, estoy emocionado. De esos de cola dando latigazos. Aunque también estoy un poco triste, porque tito Joan no viene con nosotros. Dice que tiene “muchos pelos que cortar”. ¡Yo pensaba que se refería a mí y me entró el pánico! Pero no, era una metáfora humana para decir que tiene trabajo en la pelu. Uff…

Por la mañana nos despedimos de la yaya en casa. Me dio unas caricias detrás de las orejas y me dijo algo como “cuida al Edu, ¿eh?”. Siempre me echa esas misiones imposibles. Luego bajamos a la pelu, no para cambiar de peinado, sino para recoger ropa. Ojo: ropa mojada. Mi papi Edu decidió que lo de planificar lavadoras sigue sin ser lo suyo. Nos despedimos de tito Joan que ya estaba a tijeretazo limpio, y con el tambor de la lavadora aún resonando en mis orejas salimos en coche.

Primera parada: Sallent. El sitio no tiene playa, ni palmeras, ni queso, pero tiene una dentista que le estaba esperando a papi Edu. Mientras él estaba con la boca abierta, yo me quedé guardando la camper. Vigilante como un lobo... dormido.

Después, ruta hacia Olot, con parada técnica en una lavandería para secar la ropa que seguía empapada como si la hubiéramos lavado en el río Llobregat. Mientras daba vueltas en la secadora (la ropa, no yo), papi Edu comió algo rápido dentro de la camper. Luego seguimos en coche y aparcamos en otro sitio, más bonito, para un paseíto perruno por un bosquecito majo. Caminamos por un sendero lleno de raíces traviesas que querían hacerme tropezar, y encontramos la Font de les Tries. Es una fuente escondida entre árboles, con agua clara que sale de una roca como si la montaña llorara de alegría. Hay bancos para humanos cansados, y arbustos para perretes curiosos. ¡Me encantó! Hasta me dieron permiso para remojarme las patas.

Luego, carretera y manta otra vez. Después de un rato largo, pasamos por La Jonquera. Madre mía, qué jaleo. Camiones, coches, tiendas gigantes, gasolineras, carteles con letras enormes y humanos nerviosos con bolsas de vino, queso, jamón y cosas raras. Me sentí como en una película de persecuciones. Me entraron ganas de ladrar a todo lo que se movía.

Y justo cuando pensábamos que ya cruzábamos a Francia como señores elegantes, Google Maps se volvió travieso. En vez de llevarnos por la autopista, nos metió por un camino chungo. Con mayúsculas. Papi Edu miró el mapa, luego miró la pendiente del camino, luego me miró a mí como diciendo: “allá vamos, colega”. Y allá fuimos.

El camino era tan empinado que mis orejas se echaban hacia atrás del vértigo. Tierra suelta, curvas cerradas y ni una sola señal de “bienvenido a Francia”. No vimos frontera, ni aduana, ni un mísero cartel. ¡Nada! Parecíamos contrabandistas, cruzando a lo James Bond pero en una camper 4x4 llena de ropa seca y un perro con cara de sospechoso.

Después del susto (o la aventura, depende de a quién preguntes), aparecimos de pronto en una carreterita asfaltada y súper empinada, como si estuviéramos subiendo al cielo en primera. Y allí, de golpe, como una tortuga de piedra gigante, apareció ante nosotros el Fort de Bellegarde. Una fortaleza francesa, enorme, antigua, y con unas vistas que me dejaron con la boca abierta y la lengua fuera.

El Fort de Bellegarde está plantado justo en lo alto del paso de Le Perthus. Es un castillo militar del siglo XVII que construyeron para controlar la frontera, vigilar caminos y dar miedo a los enemigos. Con murallas gigantes, bastiones, y ese aire de “nadie nos pasa por encima”. No se puede visitar por dentro porque lo están restaurando, pero dimos la vuelta alrededor como buenos exploradores. Hay senderos, muros altos, y hasta una puerta cerrada con cadenas que me hizo imaginarme como perro espía infiltrado.

Aquí vamos a dormir esta noche, aparcados junto a la fortaleza, con la luna vigilando desde arriba y las montañas haciendo de murallas invisibles. Tengo mi pelota, mi manta y mi papi Edu. No está tito Joan, pero siento que está con nosotros en espíritu. O al menos en forma de camiseta dentro de la maleta.

Empieza el viaje. Huele a aventura. Huele a carretera. Y sí, también huele un poco a ropa recién secada. ¿Dónde iremos mañana? Eso solo lo sabe el mapa… y mi nariz. ¿Me seguís?

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