Día 175:

 

Col du Tourmalet 🇫🇷 – 🇪🇸 El Pueyo de Araguás

De las cumbres heladas al calor de casa: cruzamos a España

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Pasar la noche a más de dos mil metros suena muy valiente… hasta que descubres que el termómetro ha decidido practicar salto inverso. Un par de grados bajo cero, nada grave —siempre que tengas calefacción—. El problema es que la nuestra tiene personalidad propia: o te fríe o te ignora. Así que papi Edu pasó la noche jugando al “enciende y apaga”, mientras yo practicaba la técnica avanzada del perro-burrito bajo la manta.

La montaña dormía tranquila, hasta que a las ocho llegó el comité del jaleo: una furgoneta, ocho humanos, cámaras, trípodes y el aire serio de quien va a “crear contenido”. Resultó que iban a hacer una sesión de fotos en lo alto del Tourmalet. Yo les observaba desde la cama con mirada de estrella retirada: “si necesitáis un modelo con carisma, aquí estoy”.

Y entonces, el espectáculo. Alrededor de la cámper, como si alguien hubiera abierto un portal andino, aparecieron llamas. ¡Sí, llamas! Pero no las que queman, sino las que rumian. Grandes, pequeñas, lanudas, elegantes. Una incluso me dedicó un escupitajo de cortesía. Respondí con un ladrido amistoso; no es fácil mantener la diplomacia intercontinental.

Papi habló con parte del equipo, y uno se enamoró de la cámper. Resultó que estaban haciendo una sesión de fotos para Cimalp, una marca francesa de ropa outdoor que suena a “montaña con estilo”. El fotógrafo, al ver el conjunto cámper + papi + perro con clase, decidió inmortalizar el momento. Así que ahí estaba papi, posando con cara de explorador sensible, mientras yo supervisaba desde el fondo. Si algún día veis una portada con un tipo guapo, montañas y un perro con actitud de manager, somos nosotros.

Sobre las once emprendimos bajada. Qué carreteras, madre mía… cada curva parecía pensada por un diseñador de montañas rusas. Pasamos por el lago de Payolle, que nos tentó con sus aguas quietas. Dimos una vuelta entera: bonito, sí, pero un poco “demasiado peinado” para mi gusto. Yo prefiero los sitios que huelen a barro y libertad, no a perfume de picnic.

Seguimos la ruta, subiendo por el col d’Aspin, bajando por Arreau y luego subiendo hacia Aragnouet. Antes del túnel hicimos parada para comer. Papi atacó su plato con hambre de expedicionario; yo hice lo mío: vigilancia, supervisión y siesta estratégica.

Después cruzamos el túnel de Aragnouet-Bielsa: tres kilómetros de oscuridad que huelen a roca, gasóleo y emoción. Al salir, ¡tachán! España. Después de medio año fuera, volvimos al país del sol y de los ladridos con acento del sur.

El descenso fue largo, casi hipnótico. Papi peleaba con el móvil, que no quería conectarse, y al final ambos ganaron: el móvil funcionó y papi sonrió. Repostamos diésel (más barato, claro), pasamos por Aínsa sin parar —ya la conocíamos— y seguimos hasta encontrar un rincón perfecto para dormir: El Pueyo de Araguás.

Un nombre divertido, un paisaje mejor aún. Allí, junto a una pequeña ermita románica escondida entre árboles, el valle se abría bajo nosotros. Papi respiró hondo, yo olí el viento, y los dos entendimos lo mismo sin decir nada: estábamos otra vez en casa.

La noche nos envolvió con calma. Después de tantas montañas, túneles y llamas inesperadas, el silencio sonó como una melodía. Y entre sueños, me prometí una cosa: si mañana volvemos a cruzar fronteras, que sea solo persiguiendo aventuras… o el olor de un buen trozo de jamón.

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