Día 111

Skare - Jondal

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Catarata
Ríos, cadenas y un glaciar 🏔️: nuestra aventura en Buarbreen 🐾
Bañito en el fiordo noruego! 🌊🐾 Un paraíso nórdico en Jondal
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Hoy os traigo un capítulo que empieza fresquito y termina… ¡en pelotas! Ya veréis, ya.

Después de dormir como marqueses en un sitio más tranquilo que una reunión de cactus, por fin arrancamos. Cinco minutos más tarde llegábamos a Latefossen. Que suena como algo épico, ¿verdad? Pues sí, a ver, impresiona. Son dos cascadas gemelas que bajan a todo trapo montaña abajo y cruzan por encima de la carretera. Yo, flipando. Eso de tener una ducha gigante a medio metro de tus ruedas no se ve todos los días.

Lo malo es que no éramos los únicos flipados. Madre mía, qué tráfico de humanos... Tienda de souvenirs, olor a gofres en el aire, autocaravanas aparcadas hasta en doble fila, turistas sacando selfies como si no hubiera un mañana… ¡Si hasta había más palos de selfie que árboles! Así que, después de un par de fotos y un meneíto de orejas, papi Edu dijo lo que yo ya estaba pensando: “Vámonos de aquí antes de que nos vendan una camiseta que diga ‘I survived Latefossen’”. Y a la camper de vuelta.

Unos treinta minutos de coche después (y yo medio sobado) llegamos al aparcamiento de Buarbreen. Atención, tarifa nórdica: 185 coronas noruegas, o lo que es lo mismo, casi 17 euros. ¡Qué dolor de croqueta! Intentamos mirar para otro lado pero no, imposible. Barrera automática. De aquí no sales sin pagar, campeón.

Eso sí, mereció la pena cada corona: nos pusimos en marcha hacia el glaciar Buarbreen, un trozo de hielo tremendo que baja desde el gran Folgefonna como si fuera un helado gigante derritiéndose en cámara lenta.

El sendero era de los que me molan: raíces, piedras, charcos, barro a discreción. ¡Aventura pura! Teníamos que cruzar arroyos (yo, experto saltador olímpico de riachuelos) y trepar por tramos con cadenas (donde papi Edu hacía más equilibrios que un gato en un trampolín). El camino estaba bastante abierto, entre grandes rocas y árboles dispersos, así que corría el aire y la luz se colaba por todas partes. Mucho mejor para olisquear a gusto.

A medida que subíamos el aire se ponía más fresquito y de repente ¡zas! Ahí estaba: el glaciar. Buarbreen es como un tentáculo helado que se descuelga por la montaña, dividido en varios brazos que parecen querer abrazarlo todo. No es de esos glaciares que ves de lejos y dices "meh". Aquí lo teníamos cerquita, tan cerca que casi podías oír cómo crujía. Cada tanto se escuchaba un “crack” sordo, como si el hielo respirara. Un poco inquietante, pero también increíble.

Yo me quedé un rato mirando, hipnotizado, preguntándome si habría algún bicho raro viviendo ahí dentro. Como un dragón de hielo, pero en versión achuchable.

Había gente en el camino, claro, pero ni comparación con el hervidero humano del Preikestolen. Aquí cada uno iba a su ritmo, sin empujones ni codazos. Así da gusto.

Tras la caminata de ida y vuelta, volvimos a la camper con el hambre de siete lobos. Un par de meneos a mi pato de goma y… ¡a comer! (Papi Edu igual, pero sin pato.)

Luego tocaba tirar hacia el norte, rumbo a Jondal. 45 kilómetros de carretera... de los cuales la mitad metidos en túneles. Pero no túneles cualquiera, no, no: uno era el Folgefonntunnelen, de más de 11 kilómetros de largo. ¡Once! Vamos, que me dio tiempo a echar una cabezadita, soñar que perseguía ardillas invisibles y todavía no habíamos salido.

Dentro del túnel, todo era un poco como viajar por el interior de una ballena metálica. Ruido de gotas, luces intermitentes, eco… si no fuera porque íbamos en la camper, habría pedido una linterna y una bocina.

Salimos, vimos dos árboles y... ¡zas! otro túnel: el Jondalstunnelen. Este un poco más corto, pero no por ello menos impresionante. Los túneles en Noruega son como las croquetas en España: hay en todos lados, de todos los tamaños y siempre te alegras cuando aparecen.

Pasamos por el pueblito de Jondal (muy mono, aunque yo estaba más pendiente de si caía un paseo o no) y enseguida encontramos un sitio para dormir. Un aparcamiento solitario justo al norte del pueblo, con vistas al fiordo. Y qué vistas. Agua reluciendo como espejo, montañas abrazándolo todo, tranquilidad absoluta. Ni una autocaravana alemana a la vista, qué paz.

Bajamos a explorar y descubrimos una especie de playita privada solo para nosotros. Yo fui corriendo a inspeccionar el terreno y marcarlo, como buen explorador que soy. Papi Edu, ni corto ni perezoso, se quitó todo (sí, todo-todo) y se metió en el agua como quien se mete en la bañera de su casa. Yo lo miraba desde la orilla, entre alucinado y horrorizado. El agua estaba fresquita pero soportable, dijo él. Yo ni loco. Bastante tengo con que me mojen las patas en los charcos.

Después de eso, cena tranquila en la camper, unas cuantas carreras locas para secarme del rocío de la hierba y listos para otra noche de sueño profundo, acompañados solo por el sonido del agua y algún que otro graznido lejano de gaviota.

Hoy ha sido de esos días que empiezan normalitos pero acaban siendo una auténtica aventura. Con un glaciar en el bolsillo, un par de túneles en la cabeza y una playa privada en el corazón.

¿Quién da más?

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