Entre sirenas repentinas, barcos dormidos en el barro y senderos de bosque, el día guardaba su tesoro: el regreso de tito Joan, mi alegría hecha salto.
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La noche fue un concierto de viento y lluvia que nos echó de la cama sobre ruedas. Al día siguiente, entre baños marinos, paseos por bosques y un final poco glamuroso, viví mil aventuras.
Dormimos bajo las murallas de Castledonovan y subimos hasta el Baltimore Beacon, un helado gigante vigilando el mar. Acabamos el día entre viento y mareas, listos para soñar aventuras.
Entre tormentas y olas, seguimos la pista de aventuras escondidas por la costa irlandesa, olisqueando cada curva y cada rincón.
Lluvia a cántaros y viento travieso, pero yo en la cámper convertido en rey de los charcos imaginarios. Sneem, cantera espeluznante y refugio perfecto para dormir sin mojarse.
Círculos de piedra como coliseos, castillos envueltos en hiedra, carreteras que parecen trampas y un muelle solitario frente al mar. Hoy mis patas y mis orejas no han tenido ni un respiro.
Entre acantilados que parecen morder el mar y carreteras que nos retan con sus señales de “no pasarás”, descubro que la aventura late más fuerte cuando papi Edu decide desobedecer.
Entre arenas que parecen autopistas, un muelle que se escurre hacia el horizonte y ruinas que susurran al viento, descubro que hasta el mar guarda sorpresas que no esperaba.
De la abadía solitaria de Moor a los senderos sin fin de Ballyseedy Wood. Toros, hierbas altas, viento y muchos kilómetros de paseo en un día redondo.
Hoy no hubo castillos ni aventuras, solo kilómetros, compras y un rincón tranquilo en el bosque donde descansar tras un mes de turismo sin parar.
Una noche de cuna con ruedas, planes de escape de Irlanda y un castillo que jugaba al escondite.
Un día que empezó tranquilo en Malahide acabó con curvas oscuras, arbustos asesinos y un aire de película de miedo de bajo presupuesto.